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Los hechos


Cuento.

Los meros hechos fueron estos: mientras trabajan Peralta y Álvarez Campos discuten. El motivo de la discusión lo desconocemos. El peón dice, como para sí mismo pero en voz alta: “lo voy a matar”, lo sabemos porque uno de los camioneros escuchó eso. Que dijo “lo voy a matar” es también un hecho. Caminó los cincuenta metros hasta la casa y regresó armado. Al verlo, los dos camioneros trataron de disuadirlo. Era tarde. El patrón le dijo: “…pará Peralta”, también era tarde para eso. Peralta no paró: disparó, a quemarropa, sólo una vez. Fue suficiente. Desandó el camino hasta el rancho, entró y esperó hasta que llegara la policía.

Esos fueron los hechos.

Debieran alcanzar para juzgar la situación, pero no la explican demasiado. De tan simples se vuelven complejos. Gaztambide los describe como si fueran transparentes: dice que los hechos son apenas esos. No hay lugar para especulaciones, piensa Gaztambide. Peralta y su patrón discuten a metros del rancho de propiedad del segundo que ocupa el primero, a la pelea sucede la búsqueda de la carabina, el tiro a bocajarro, con los camioneros de testigos y el encierro a esperar la llegada de la policía.

Así estarán mañana en la portada de la edición impresa de “El Imparcial” de Las Flores bajo el título en caracteres tipo catástrofe “Mató a su patrón tras pelea”. Quinientas palabras, pocos adjetivos. Gaztambide, el periodista del pueblo, dice que más no se necesita.

Está todo dicho. Los hechos son contundentes. Piensa Gaztambide.

 *   *   *
El Bar Soria está prácticamente desierto: apenas tiene una mesa ocupada por tres parroquianos. El dueño repasa con una rejilla engrasada las mesas vecinas. “¿Quieren el diario?” pregunta, pero en realidad lo pone en la mano de uno de los paisanos que lo acepta más por falta de opciones que por deseos de informarse.

“Un hijo de puta” dice el que en unos minutos sabré se apellida Gómez.

Sus compañeros de mesa no saben de qué habla. Soria, el dueño del bar, barre con una escoba demasiado usada el piso de ladrillos del local, previamente humedecido con el agua que fue tirando desde una pava de aluminio abollada. Gómez muestra “El Imparcial” y señala el título con uno de sus dedos.

“Un hijo de puta” repite.

Ahora los otros saben quién es el destinatario del epíteto.

No piden aclaraciones. No las necesitan. Yo sí. Desde la mesa de al lado, levanto la cabeza como esperando ampliación. ¿Quién es el hijo de puta según Gómez? ¿Peralta, el asesino, o Álvarez Campos, la víctima?

“Yo trabajé ahí” dice el de boina bordó, completando la información que me faltaba. Me doy cuenta que hablan del muerto.

El paisano advierte que escucho la charla. Temo que diga “¿y usté que mira?”. Un porteño con pinta de oficinista en un bar de peones, escuchando conversaciones ajenas, podría generar discordia. Pero no. El paisano no dice “¿usté qué mira?” sino “¿quiere el diario don?” luego estira la mano para estrechármela y agrega: “Gómez, mucho gusto”.
            -Briante –respondo, mientras siento el apretón firme de una mano acostumbrada al trabajo rudo.

Los otros dos hacen lo mismo: dicen sus apellidos y estrechan firmemente mi mano. Ninguno de los tres tiene más de 60 años, ni menos de 40. Todos usan boinas. ¿Desde cuándo la boina se transformó en prenda imprescindible en el vestuario de los paisanos de la pampa húmeda?, pienso, mientras Gómez señala el lugar libre frente a la mesa, invitando a que ocupe la silla vacía. La boina… otra marca de la inmigración vasca que los paisanos adoptaron. Lo mismo ocurrió con las bombachas que los ingleses confeccionaron para los turcos en la Guerra de Crimea y terminó como ropa de trabajo típica de los gauchos argentinos.

Una pregunta me quita de mis especulaciones textiles:
            -Usté es porteño, ¿no?
        -Vivo en Buenos Aires, pero no soy porteño, nací en un pueblo como este, un poquito más grande.

Ellos, los tres, nacieron aquí, en Perdices, me dicen sin que lo indague. La siguiente pregunta cae de madura: “¿qué anda haciendo por acá?”. Lógico, Perdices no tiene mucho para hacer, tres cuadras de casas sobre la calle principal –y única-. Como en las películas de cowboys, una sola calle, polvorienta, sin asfalto, donde se asientan el Destacamento Policial, la Delegación Municipal, la salita de primeros auxilios y el Bar, todo sobre la misma calle.

¿Qué hace un porteño en Perdices? preguntan.

“Espero” respondo.
            -Se rompió el micro en el que iba para Buenos Aires, soy el único pasajero, me dejaron esperando mientras buscan un mecánico –explico.

Sus gestos recomiendan paciencia, no hay mecánicos en Perdices, tendrá que venir uno de Las Flores. Señalo el titular de “El Imparcial” y para recomenzar la charla pregunto: “¿los conocen?”. A Peralta, el asesino, no. Es correntino. “Los traen por dos pesos, vienen en bandadas, los tiran en cualquier rancho y nos embroman a todos”, agrega el que se presentó como Argañaraz, con un lenguaje que llama la atención por la prolijidad en evitar los insultos.
            -Sí, con los correntinos nos cagan a todos –reafirma Gómez, sin tanta pulcritud en el hablar – Ahora todos tenemos que trabajar por dos mangos.

Noto una distinción tan fina como sutil. Ha dicho “con los correntinos nos cagan a todos” y no “los correntinos nos cagan a todos”. La frase posterior lo reafirma explícitamente: “son buena gente, laburadora, vienen porque en sus pagos no hay pique y el poco que hay se paga chaucha y palito”. No los condenan por forasteros, ni por trabajar por poca plata, comprenden que un gaucho pobre tiene que vivir.

No hay demasiadas alternativas si se es gaucho y pobre.

“Le voy a contar algo”, suelta sin preaviso Soria, el dueño del bar, a quien no había detectado parado a mis espaldas, todavía con la escoba en la mano. Cuenta cómo el hermano de un milico que fue Presidente de la Nación, “de facto” dice Soria, eligió unos correntinos para traerlos a su campo de Perdices:
            -El tipo tiene campo allá en Corrientes, así que le pidió a un capataz conseguime unos para Perdices. Lo mismo le dijo a otro. Los dos le consiguieron sus correntinos, y los mandaron, como vacas. La familia que llegó primero tuvo el trabajo en el puesto, pero la que llegó después, con cinco pibitos, encontró el puesto ocupado. Ya vinieron otros, les dijeron, y los dejaron acá, varados, dando vueltas en Perdices, sin un mango y sin el trabajo prometido. Ni el pasaje para la vuelta les pagó. Estuvieron meses galgueando por estos lados.

Soria retoma las tareas de limpieza pero sin dejar de escuchar la charla desde lejos. Ahora, con una gamuza descolorida, repasa las botellas de la estantería, detrás del mostrador.

Una Hilux aparece frente al boliche. “Vamos” dice innecesariamente Gómez, sus dos compañeros ya vieron la camioneta y están de pie. Vuelven a estrechar mi mano, esta vez como despedida, y salen rumbo a la 4x4 blanca.

No les conté lo del chancho que se comió al pibe en Laprida (1). Me lamento tardíamente: tal vez sus opiniones hubiesen servido para la nota. Soria sigue con el repaso de las botellas de caña, Hesperidina, ginebra, algún que otro licor. No hay botellas de vino en las estanterías, al parecer el vino que se consume en el bar es de damajuana y el que se compra para llevar es de caja.
            -¿Qué se puede hacer en Perdices? –pregunto a Soria.

Levanta los hombros y responde con economía de palabras: “nada”, mientras saca de la heladera mostrador una barra de mortadela, que acomoda en la cortadora de fiambre, para empezar a cortar en fetas.



Releo la nota del asesinato en “El Imparcial”. No conozco a Gaztambide, pero parece estar convencido de que los hechos se explican solos. Un error demasiado extendido, pienso, mientras veo que el colectivo La Estrella está llegando. Compro un sanguche de mortadela para el viaje, pago y subo al micro que retoma su marcha, con su único pasajero.

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(1) Referencia al cuento "Podrido de decirle", que puede leerse aquí.
Otros cuentos: "La cosa es esta noche", puede leerse aquí.
           

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