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Siempre se puede pedir palos.

El país|Domingo, 4 de julio de 2004
OPINION
EL ASESINATO DE UN PIQUETERO Y LA OFENSIVA DE LA DERECHA

Siempre se puede pedir palos

Un discurso incoherente pero pertinaz buscó convertir a las víctimas en victimarios. Y, de paso, atacar a los movimientos de desocupados. Su historia, su necesidad, su lógica y sus dirigentes. Una mirada sobre la política social y económica. Y algo sobre conjuras y crimen político.

Por Mario Wainfeld
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“El clientelismo aparece como un término (peyorativo) para calificar un determinado conjunto de intercambios: aquellos que protagonizan los políticos con muchos ciudadanos de los sectores subordinados de la sociedad. El clientelismo remite a los pequeños ‘favores’ que los políticos le hacen a mucha gente. Quedan fuera del concepto los grandes favores que les hace a pocos, pero poderosos, agentes sociales.(...) Desde este punto de vista el clientelismo es un término potencialmente engañoso, ya que potencialmente puede ocultar la subordinación de la política a intereses particulares poderosos.” Emilio Tenti Fanfani (prólogo a Votos, chapas y fideos, de Pablo Torres, editorial de La Campana).
La post modernidad, dicen, acarrea el fin de los grandes relatos. En este querible confín del Sur a veces parecen caducar aún los pequeños. Descifrar los mensajes mediáticos y políticos acerca de “la cuestión piquetera” es una tarea insalubre, condenada de antemano al fracaso. La claridad de los alineamientos dominantes –conservadores siempre, violentos a menudo, racistas de vez en cuando– no tiene paralelo en la coherencia argumental. Se utiliza, desde tribunas bien variadas, la expresión “violencia piquetera” soslayando un hecho que en otras latitudes o coyunturas no sería banal: ha sido asesinado un dirigente piquetero. No fue el primero y no hay noticias de que los piqueteros hayan asesinado a nadie.El principal blanco de las críticas, a la violencia y al uso indiscriminado del corte de rutas o calles, viene siendo Luis D’Elía, figura controvertible desde muchos ángulos..., pero que curiosamente ha propuesto dejar de lado esta metodología y es el líder de la agrupación en la que militaba el Oso Martín Cisneros, un típico militante barrial, especie que muchos comunicadores y políticos desdeñan a fuerza de ignorar. Sobre su asesinato ha habido demasiadas elipsis y demasiados desdenes.
En su fenomenal investigación acerca de Quién mató a Rosendo, Rodolfo Walsh recuerda el título de un artículo de La Prensa, cuyo título ninguneaba en dos palabras (“Entre ellos”) el interés sobre el homicidio de Rosendo. Voces derechosas y también progres parecieron en estos días aciagos repetir ese sonsonete, “entre ellos”, para despegarse de las víctimas a quien identificaron, banalmente, con sus (hasta ahora) no del todo identificados victimarios. El domingo pasado, La Nación trasgredió un límite. Tituló su tapa con la ocupación de la comisaría y redujo a una línea el asesinato que la motivó. Muchos otros medios y emisores de pensamiento siguieron sus pasos, convirtiendo un crimen (un crimen político, casi seguro) en una nota al pie. Los que son de derecha y los que husmean rating minimizan la vida de un militante social. Si desdeñan su existencia, ¿qué diantres les importarán sus banderas?
El derecho a trabajar
La desocupación masiva es una desdicha relativamente reciente en la Argentina, donde por décadas existió pleno empleo, una realidad bien diferente a la de la mayoría de los países hermanos del continente. El movimiento obrero local, defensor tenaz de la ocupación plena, fue por mucho tiempo opositor a cualquier subsidio al desempleo, entendiendo que disminuía su base social, amén de su combatividad. Ese criterio, lógico en los años de bonanza, se prorrogó como una rémora inadecuada, una letal falta de reflejos, cuando los tiempos cambiaron. Las conducciones gremiales se distrajeron del drama de la desocupación. El sindicalismo peronista eligió desde los ’90 una táctica que describe bien su concepción. Fue retroceder en lo que hace a las condiciones contractuales de los trabajadores a cambio de mantener su estructura organizativa. Las sucesivas conducciones cegetistas, retrocediendo, se abroquelaron para defender el “modelo sindical”, la negociación colectiva (más o menos) centralizada y las obras sociales. A cambio de esto fueron entregando salarios, estabilidad, normas de seguridad y buena parte de la dignidad del trabajador. El saldo actual es que los sindicatos, obviamente enflaquecidos (entre otras cosas por el achicamiento de su base social), se parecen más a lo que eran hace 20 años que lo que se parece un laburante de 2004 a uno de 1984. La dirigencia gremial explica que el retroceso era inevitable y que la conservación de los sindicatos habilita eventuales reconquistas futuras. Es todo un debate, casi inaudible porque muchos de quienes lo propugnan han sido comensales, cuando no socios, de sus enemigos.
La Central de Trabajadores Argentinos (CTA) fue la única que reconoció como propia la problemática del desocupado, pero por su propia implantación, ligada mayoritariamente a trabajadores estatales, su valioso gesto tiene un alcance limitado.
Carentes de representación gremial y de visibilidad, los desocupados se ingeniaron para parir sus propias organizaciones y sus modos de lucha que los determinan a salir de sus territorios y hollar el de otros, para hacerse notar.
Los pobres argentinos levantan siempre su condición de trabajadores, pero en un país donde el empleo falta su praxis los compele a una inevitable contradicción. Tal como señala Maristella Svampa (quizá la más profunda y respetuosa estudiosa del fenómeno piquetero) la reivindicación es por trabajo pero la lucha cotidiana es por planes sociales. Esto es, una lucha que lleva a negociaciones, pulseadas y transas con el poder político.
Surgida en barrios y ciudades pobres, la representación de los desocupados posee algunas características infrecuentes. La primera, queda dicho, es la constante necesidad de la acción directa.
La segunda es la enorme cercanía de los líderes con la base. De tan obvio nadie lo dice, pero aún los denostados D’Elía o Raúl Castells tienen una cosa en común: marchan casi a diario a la cabeza de sus bases. Algo que ocurrió incluso en la sonada toma de la comisaría 24ª. Hueros de otras mediaciones más eficaces, los desocupados buscan “la resolución de problemas mediante la intervención política personalizada” (Javier Auyero, La política de los pobres, Editorial Manantial, página 230). Urden un sistema de intercambio de favores por votos, desde su debilidad relativa pero no con la lógica de las ovejas, que les atribuye una derecha rapaz y un medio pelo despreciativo. La adscripción al movimiento de desocupados es una estrategia de supervivencia de los pobres y no solo una condena. Los humildes construyen sus identidades, sus narrativas, sus códigos de trato y pulsean (como pueden) aun con sus representantes. Un consejo básico para despectivos de toda laya es pedirles que miren cómo marchan las comunidades piqueteras, cómo se ordenan, cómo comparten sus modestas raciones de comida. Una dignidad básica las alienta y suponer que los llevan de la nariz es negarles humanidad. La “otredad”, señala bien Svampa, es un pecado que la sociedad bien pensante condena.
La crónica periodística, algunos análisis de la Academia, reducen a los pobres que se organizan y marchan a la lógica de la manada. No traducen bien a los humildes, pero expresan de modo cabal la ideología de los emisores. A 30 años de la muerte de Perón, sus seguidores son un arcano. Gorilas, de derecha y de centroizquierda, sí que hay.
Outlet de dirigentes
La calidad de la representación política de los desocupados es mala, lo que no debería extrañar en un país cuyas mediaciones están en profunda crisis. Están desacreditados los representantes políticos, los de trabajadores o empresarios, las agrupaciones estudiantiles o de graduados universitarios..., hasta la conducción de la AFA tiene pésima reputación. Obligada al tráfico cotidiano con sucesivos gobiernos y a hostigar la vida cotidiana de argentinos algo más afortunados, la mayoría de la dirigencia del movimiento de desocupados no supera la mediocridad general.
Un reproche particular les cabe a esos dirigentes, concerniente a todas las izquierdas argentinas. Es añadir a la fragmentación de la sociedad (consecuencia y táctica de las políticas neoliberales) nuevas divisiones, hijas no de situaciones diferentes de los pobres sino de sus sinrazones políticas. El abanico de propuestas para los sumergidos no se corresponde con sus realidades y necesidades. Remite a la fenomenal capacidad divisiva de sus representantes. El acto del viernes en La Boca registró una tregua en esa lógica, válida ante la brutalidad de un crimen, pero sin duda efímera.
La dirigencia piquetera no suele ser angelical, aunque hay agrupaciones mucho más basistas, más consistentes y más autónomas del poder político que la media. D’Elía ciertamente no es un querubín y suele ser un problema para sus aliados. En la CTA rezongan por su costumbre de mandarse solo, por su personalismo, por un estilo no siempre dialoguista. Y muchos ponen el grito en el cielo por su actual oficialismo, sobreactuado por añadidura. Víctor de Gennaro se ha tornado un líder silencioso ante las divisiones de la CTA..., pero es evidente que no concuerda con el estentóreo oficialismo de D’Elía. Su ausencia durante toda la semana que pasó responde a un viaje previo a Barcelona, pero también, seguramente, a marcar cierta distancia con el protagonismo del referente de la Federación de Tierra y Vivienda (FTV).
Para algunos integrantes del Gobierno, D’Elía se ha transformado en un engorro. Muchos no creen en su acusación directa al duhaldismo por el asesinato de Cisneros, entre ellos el jefe de Gabinete, Alberto Fernández. Pero todo indica que, aun sin aceptar una autoría intelectual hoy no comprobada, se está en presencia de un crimen político. Si un buchón de la Policía mató a un militante social que trabajaba en un comedor (por)que restaba clientela a los dealers, es un crimen político. Dicho de modo más brutal, si lo mató por piquetero es un crimen político. Ese es el punto central, una eventual responsabilidad intelectual es ulterior y (conceptualmente) secundaria.
La hora de cambiar
“Ni palos ni planes” fue la consigna iniciática de Néstor Kirchner para cifrar su política hacia los piqueteros. Y esa fue su línea maestra, aunque “enriquecida” con jugadas políticas al interior del movimiento de desocupados, incluyendo por ejemplo la cooptación de D’Elía. Algunos “planes” hubo, repartidos sin corrupción pero sí con discrecionalidad. Palos no hubo y ese acierto, puesto hoy en la picota, debe valorarse debidamente.
Quizá si se hace un balance a un año, al Gobierno no le fue tan mal. La protesta aminoró, alguna tropa propia consiguió y (aunque la derecha racista y represora diga otra cosa) la paz social no zozobró. Fue pasable mientras duró. Pero el asesinato de Cisneros, el clima de encono social ulterior y la reaparición del tema en la agenda pública marcan un punto de inflexión. La derecha pide palos, le pide que torne invisible (vía aplastamiento) la protesta social. El Gobierno debería persistir en su decisión de no reprimir. Pero debería innovar, dejando de jugar la interna piquetera y proponiéndose una política social y salarial más integral y audaz que la actual. Vista desde el ángulo de la distribución del ingreso, el empleo y el salario, la gestión K está en severa mora. Su política social gradualista, orientada a fomentar trabajo cooperativo y microempresas, loable si fuera complemento, es insuficiente.
La tarjeta de pago de los planes sociales (en la que este cronista no cree pero el Gobierno sí) se implementa con notable morosidad, aplicándose desde hace poco solo en tres distritos.
La transferencia del Plan Jefas y Jefes al Ministerio de Desarrollo social no termina de plasmarse.
Bien orientada en sus objetivos, la acción social del Gobierno termina siendo minimalista, demasiado lenta y secundaria a una política económica que impacta poco respecto de la desigualdad.
Básicamente, el Gobierno no ha encontrado una forma de acercar a millones de argentinos a una base material de ingresos que los arrime a la condición de ciudadanos. Sólo una política universal de ingresos limitaría el arbitrio estatal. En variadas oficinas estatales se desdeña este planteo. Algunos funcionarios se enconan porque sus portavoces provienen de la oposición –Elisa Carrió o Claudio Lozano por caso–, un argumento baladí, si no miserable. Otros aducen, con un tintín clasista, que un subsidio mínimo extendido desalentaría la oferta de mano de obra. Prolongando apenas sus palabras sería un potencial subsidio a la vagancia. Ese argumento, que puede repicar bien en cierto sentido común de tacheros resentidos, no parece avenirse con la idiosincrasia de la mayoría de los argentinos, muy tributaria de la cultura del trabajo. Más parece el eco de un razonamiento patronal, patronal argentino se entiende, que teme cualquier “competencia desleal” a salarios mensuales de 100 o 150 dólares. Esa competencia es deseable en un país cuyos salarios, en muchos casos, no permiten trasgredir la línea de pobreza.
Aún si persistiera en rechazar la herramienta del ingreso ciudadano, el Gobierno debería reparar más en la chatura salarial, en el bajo impacto del crecimiento en la redistribución del ingreso. En qué el modelo de sociedad se plasmaría, en el caso de mantenerse el actual patrón de crecimiento y distribución de la riqueza. Con sueldos de hambre no se construye una sociedad mejor, aunque se bajen algo los índices de desocupación.
Señales
En varias oficinas oficiales renacen las visiones conspirativas. Kirchner se fue del país y se conjuraron el asesinato, las provocaciones de Quebracho (reaparecido tras un año de ostracismo), un off the record desmedido de un morador del Departamento de Estado, amén de una avanzada mediática feroz. Todo cuando Kirchner estaba bien lejos de la Plaza de Mayo. Haya o no habido consenso inicial (parece una demasía creer que lo hubo) es claro que el oficialismo tiene adversarios de temer y cualquier tropezón habilita sus ataques. “Consensos invisibles”, los llamó Alberto Fernández en el Senado aludiendo a acuerdos implícitos, de resistencia de actores políticos que se oponen a algún cambio. La corporación política no se privó de enviar alguna señal a un gobierno que la ha relegado y minimizado. Los homenajes parlamentarios a Perón tuvieron un tonete de mensaje. Todas las menciones al abrazo entre el General herbívoro y Ricardo Balbín eran en verdad psicopateadas para Kirchner.
Las críticas al clientelismo, como lo sugiere la cita del epígrafe, suelen provenir de quienes anhelan que el Estado atienda intereses poderosos y minoritarios. La homologación de la movilización piquetera con la violencia y la inseguridad, un perverso lugar común propalado por comunicadores de toda laya, tiene un ostensible cuchillo ideológico bajo el poncho.
Los argumentos de la derecha casi no sostienen un hilo de razonamiento, pero tienen la potencia de estar asentados sobre intereses y de trajinar sobre miedos urbanos.
El Gobierno tiene su razón en ver detrás de todos esos mandobles a los beneficiarios del viejo país, ese del clientelismo grosso para pocos que menciona la cita inicial de esta nota. Pero también debería comprender que no las tiene todas consigo a la hora de querer cambiar el statu quo. En referencia a la agenda de esta semana, debería ponderar que su manejo político con los piqueteros ha tocado un límite. Y en que va siendo hora de dar una vuelta de tuerca a su política social y económica.
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